
TESTAMENTO OLÓGRAFO
1. Yo, Rogelio Velasco, dejo mis anteojos o gafas o espejuelos, a mi sobrino Esteban, para que pueda ver el mundo como yo lo he visto, a veces injusto, desarticulado, confuso, y otras veces generoso, ordenado, estimulante. (...)
2. Yo, Rogelio Velasco, divorciado y vuelto a emparejar, nacido en Mercedes hace 65 años, dejo mi cámara fotográfica a mi ex mujer, porque fue con esta Rolleiflex que tratamos de fijar ciertos instantes de nuestra breve bienaventuranza. (...)
3. Yo, Rogelio Velasco, taquígrafo ya retirado, dejo mi máquina de escribir Underwood, o sea un dinosaurio preinformático, a mi ex colega y buen amigo Eusebio Palma, con quien compartí tantas conferencias de prensa, simposios, congresos, en una época en que los taquígrafos todavía éramos testigos y custodios de la palabra. (...)
4. Yo, Rogelio Velasco, con la salud algo quebrada y no sé si recuperable, dejo a mi segunda mujer mis brazos y mis piernas, en recuerdo de que con unos y con otras la abarqué y la ceñí, la incorporé a mi territorio, la gocé y logré que me gozara. También le dejo mis rabietas de verdugo y mis caricias de arrepentido; mis hoscas vigilias y mis nocturnos de minucioso amador; la melancolía que me provocan sus ausencias y el cielo abierto que acompaña sus regresos; la garantía de saberla dormida a mi lado y la certeza de que velará mi último sueño.
5. Yo, Rogelio Velasco, dejo también una canción cadenciosa y pegadiza que mi madre cantaba en la cocina mientras revolvía el dulce de leche casero;
dejo un cristal con lluvia que me ponía alegremente melancólico;
dejo un insomnio con luna creciente y dos estrellas;
dejo la campanilla con la que llamaba a la esquiva buena suerte;
dejo una tijerita de acero inoxidable con la que, a través de los años, me fui cortando tres o cuatro prototipos de bigote;
dejo el cenicero de Murano que recogió sin inmutarse la ceniza de mis frustraciones;
dejo todos mis apodos y mis remordimientos clandestinos;
dejo una ficha de ruleta para que alguien la apueste al treinta y dos;
dejo el relámpago de la memoria, que a veces ilumina los baldíos de mi conciencia:
dejo el cuaderno tabaré cuadriculado donde fui anotando mis vagos presentimientos;
dejo un ejemplar del Quijote en papel biblia con notas al margen que testimonian mi aburrida admiración;
dejo los gemelos de oro que me regalaron para mi segunda boda y que nunca estrené porque sólo uso camisas de manga corta;
dejo la cadenita de mi pobre perro que murió hace tres años porque no pudo soportar su viudez;
dejo un encuadernado ejemplar de la oda al carajo, única obra maestra del ubicuo bandolero que escribió nuestro himno y el de Paraguay;
dejo el antiguo calzador de mango largo que uso en mis temporadas de lumbago;
dejo mi valiosa colección de arrugadas expectativas;
dejo un cajoncito de cartas recibidas y no contestadas y otro cajoncito con copias de las cartas que no me contestaron;
dejo un termómetro enigmático y maravilloso porque siempre nos fue imposible leer en él la temperatura nuestra de cada día;
dejo la acogedora sonrisa de la preciosa pero intocable mujer de un buen amigo que es campeón de karate;
dejo el único piojo solitario, anacoreta, que ingresó hace doce años en mi geografía corporal y al que ultimé sin la menor piedad ecologista;
dejo un plano muy bonito de Montevideo, recuerdo de una época poscolonial y premoon;
dejo mi horóscopo con sus pronósticos nunca confirmados;
dejo un papel secante con la firma (invertida) de un ministro del ramo;
dejo un caracol gigante, recogido en una playa oceánica, que antes de expirar me miró con la tristeza de su odio salado;
dejo una antena de TV que sólo aportó inéditos fantasmas a mi pantalla;
dejo las ojeras de mi hipocondría y los ardides de mi falso olvido;
dejo un decilitro de ola atlántica que guardo en un frasco verdiazul para que no extrañe;
dejo un sueño erótico y su verdad desnuda, por cierto inalcanzable en la arropada vigilia;
dejo una bofetada femenina, injusta y perfumada;
dejo una patria sin himno ni bandera pero con cielo y suelo;
dejo la culpa que no tuve y la que tuve, ya que después de todo son mellizas;
dejo mi brújula con la advertencia de que el norte es el sur y viceversa;
dejo mi calle y su empedrado;
dejo mi esquina y su sorpresa;
dejo mi puerta con sus cuatro llaves;
dejo mi umbral con tus pisadas tenues;
dejo por fin mi dejadez.
1. Yo, Rogelio Velasco, dejo mis anteojos o gafas o espejuelos, a mi sobrino Esteban, para que pueda ver el mundo como yo lo he visto, a veces injusto, desarticulado, confuso, y otras veces generoso, ordenado, estimulante. (...)
2. Yo, Rogelio Velasco, divorciado y vuelto a emparejar, nacido en Mercedes hace 65 años, dejo mi cámara fotográfica a mi ex mujer, porque fue con esta Rolleiflex que tratamos de fijar ciertos instantes de nuestra breve bienaventuranza. (...)
3. Yo, Rogelio Velasco, taquígrafo ya retirado, dejo mi máquina de escribir Underwood, o sea un dinosaurio preinformático, a mi ex colega y buen amigo Eusebio Palma, con quien compartí tantas conferencias de prensa, simposios, congresos, en una época en que los taquígrafos todavía éramos testigos y custodios de la palabra. (...)
4. Yo, Rogelio Velasco, con la salud algo quebrada y no sé si recuperable, dejo a mi segunda mujer mis brazos y mis piernas, en recuerdo de que con unos y con otras la abarqué y la ceñí, la incorporé a mi territorio, la gocé y logré que me gozara. También le dejo mis rabietas de verdugo y mis caricias de arrepentido; mis hoscas vigilias y mis nocturnos de minucioso amador; la melancolía que me provocan sus ausencias y el cielo abierto que acompaña sus regresos; la garantía de saberla dormida a mi lado y la certeza de que velará mi último sueño.
5. Yo, Rogelio Velasco, dejo también una canción cadenciosa y pegadiza que mi madre cantaba en la cocina mientras revolvía el dulce de leche casero;
dejo un cristal con lluvia que me ponía alegremente melancólico;
dejo un insomnio con luna creciente y dos estrellas;
dejo la campanilla con la que llamaba a la esquiva buena suerte;
dejo una tijerita de acero inoxidable con la que, a través de los años, me fui cortando tres o cuatro prototipos de bigote;
dejo el cenicero de Murano que recogió sin inmutarse la ceniza de mis frustraciones;
dejo todos mis apodos y mis remordimientos clandestinos;
dejo una ficha de ruleta para que alguien la apueste al treinta y dos;
dejo el relámpago de la memoria, que a veces ilumina los baldíos de mi conciencia:
dejo el cuaderno tabaré cuadriculado donde fui anotando mis vagos presentimientos;
dejo un ejemplar del Quijote en papel biblia con notas al margen que testimonian mi aburrida admiración;
dejo los gemelos de oro que me regalaron para mi segunda boda y que nunca estrené porque sólo uso camisas de manga corta;
dejo la cadenita de mi pobre perro que murió hace tres años porque no pudo soportar su viudez;
dejo un encuadernado ejemplar de la oda al carajo, única obra maestra del ubicuo bandolero que escribió nuestro himno y el de Paraguay;
dejo el antiguo calzador de mango largo que uso en mis temporadas de lumbago;
dejo mi valiosa colección de arrugadas expectativas;
dejo un cajoncito de cartas recibidas y no contestadas y otro cajoncito con copias de las cartas que no me contestaron;
dejo un termómetro enigmático y maravilloso porque siempre nos fue imposible leer en él la temperatura nuestra de cada día;
dejo la acogedora sonrisa de la preciosa pero intocable mujer de un buen amigo que es campeón de karate;
dejo el único piojo solitario, anacoreta, que ingresó hace doce años en mi geografía corporal y al que ultimé sin la menor piedad ecologista;
dejo un plano muy bonito de Montevideo, recuerdo de una época poscolonial y premoon;
dejo mi horóscopo con sus pronósticos nunca confirmados;
dejo un papel secante con la firma (invertida) de un ministro del ramo;
dejo un caracol gigante, recogido en una playa oceánica, que antes de expirar me miró con la tristeza de su odio salado;
dejo una antena de TV que sólo aportó inéditos fantasmas a mi pantalla;
dejo las ojeras de mi hipocondría y los ardides de mi falso olvido;
dejo un decilitro de ola atlántica que guardo en un frasco verdiazul para que no extrañe;
dejo un sueño erótico y su verdad desnuda, por cierto inalcanzable en la arropada vigilia;
dejo una bofetada femenina, injusta y perfumada;
dejo una patria sin himno ni bandera pero con cielo y suelo;
dejo la culpa que no tuve y la que tuve, ya que después de todo son mellizas;
dejo mi brújula con la advertencia de que el norte es el sur y viceversa;
dejo mi calle y su empedrado;
dejo mi esquina y su sorpresa;
dejo mi puerta con sus cuatro llaves;
dejo mi umbral con tus pisadas tenues;
dejo por fin mi dejadez.
Mario Benedetti. En Buzón de tiempo. Alfaguara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario