EL RECHAZO

No me gustan las manos blancas y húmedas, las pastelerías con luz de neón, los que usan bastón sin estar cojos, los granos de arroz dentro del salero, el helado servido en una copa de metal, los coches con alerones, los pantalones blancos transparentes, los gritos del megáfono en las tómbolas donde se rifan muñecos de peluche, los que soplan en la cuchara de la sopa, las cunetas llenas de papeles y botellas, las vitrinas polvorientas de los bares de carretera que exhiben productos típicos de la región, los tipos que te hablan muy cerca de la cara echándote un aliento fétido, los que salen del restaurante con un palillo en la boca y al pasar junto a tu mesa te dicen; que aproveche, el olor a margarina asada de las cafeterías, el gracioso que cuenta chistes los viernes en las cenas de matrimonios.
El infierno también se compone de minúsculas cosas que a uno no le gustan: los músicos callejeros que utilizan grandes bafles para pedir limosna tocando un bolero, los intelectuales sesentones que todavía usan pantalones vaqueros muy ceñidos, los besos en las mejillas demasiado húmedos, los huesos de aceituna sobre el mantel, chuparse la yema del dedo para pasar la hoja del periódico, los que riñen con el camarero, las cubiertas de los libros con títulos dorados en relieve, los calcetines blancos en invierno, el chándal para dar vueltas a la manzana, los domingos, los nombres que salen en negrita en cualquier artículo. El infierno de cada día también es eso.
Manuel Vicent. El País (12-VI- 94)

Otros acentos



TESTAMENTO OLÓGRAFO

1. Yo, Rogelio Velasco, dejo mis anteojos o gafas o espejuelos, a mi sobrino Esteban, para que pueda ver el mundo como yo lo he visto, a veces injusto, desarticulado, confuso, y otras veces generoso, ordenado, estimulante. (...)

2. Yo, Rogelio Velasco, divorciado y vuelto a emparejar, nacido en Mercedes hace 65 años, dejo mi cámara fotográfica a mi ex mujer, porque fue con esta Rolleiflex que tratamos de fijar ciertos instantes de nuestra breve bienaventuranza. (...)

3. Yo, Rogelio Velasco, taquígrafo ya retirado, dejo mi máquina de escribir Underwood, o sea un dinosaurio preinformático, a mi ex colega y buen amigo Eusebio Palma, con quien compartí tantas conferencias de prensa, simposios, congresos, en una época en que los taquígrafos todavía éramos testigos y custodios de la palabra. (...)

4. Yo, Rogelio Velasco, con la salud algo quebrada y no sé si recuperable, dejo a mi segunda mujer mis brazos y mis piernas, en recuerdo de que con unos y con otras la abarqué y la ceñí, la incorporé a mi territorio, la gocé y logré que me gozara. También le dejo mis rabietas de verdugo y mis caricias de arrepentido; mis hoscas vigilias y mis nocturnos de minucioso amador; la melancolía que me provocan sus ausencias y el cielo abierto que acompaña sus regresos; la garantía de saberla dormida a mi lado y la certeza de que velará mi último sueño.

5. Yo, Rogelio Velasco, dejo también una canción cadenciosa y pegadiza que mi madre cantaba en la cocina mientras revolvía el dulce de leche casero;
dejo un cristal con lluvia que me ponía alegremente melancólico;
dejo un insomnio con luna creciente y dos estrellas;
dejo la campanilla con la que llamaba a la esquiva buena suerte;
dejo una tijerita de acero inoxidable con la que, a través de los años, me fui cortando tres o cuatro prototipos de bigote;
dejo el cenicero de Murano que recogió sin inmutarse la ceniza de mis frustraciones;
dejo todos mis apodos y mis remordimientos clandestinos;
dejo una ficha de ruleta para que alguien la apueste al treinta y dos;
dejo el relámpago de la memoria, que a veces ilumina los baldíos de mi conciencia:
dejo el cuaderno tabaré cuadriculado donde fui anotando mis vagos presentimientos;
dejo un ejemplar del Quijote en papel biblia con notas al margen que testimonian mi aburrida admiración;
dejo los gemelos de oro que me regalaron para mi segunda boda y que nunca estrené porque sólo uso camisas de manga corta;
dejo la cadenita de mi pobre perro que murió hace tres años porque no pudo soportar su viudez;
dejo un encuadernado ejemplar de la oda al carajo, única obra maestra del ubicuo bandolero que escribió nuestro himno y el de Paraguay;
dejo el antiguo calzador de mango largo que uso en mis temporadas de lumbago;
dejo mi valiosa colección de arrugadas expectativas;
dejo un cajoncito de cartas recibidas y no contestadas y otro cajoncito con copias de las cartas que no me contestaron;
dejo un termómetro enigmático y maravilloso porque siempre nos fue imposible leer en él la temperatura nuestra de cada día;
dejo la acogedora sonrisa de la preciosa pero intocable mujer de un buen amigo que es campeón de karate;
dejo el único piojo solitario, anacoreta, que ingresó hace doce años en mi geografía corporal y al que ultimé sin la menor piedad ecologista;
dejo un plano muy bonito de Montevideo, recuerdo de una época poscolonial y premoon;
dejo mi horóscopo con sus pronósticos nunca confirmados;
dejo un papel secante con la firma (invertida) de un ministro del ramo;
dejo un caracol gigante, recogido en una playa oceánica, que antes de expirar me miró con la tristeza de su odio salado;
dejo una antena de TV que sólo aportó inéditos fantasmas a mi pantalla;
dejo las ojeras de mi hipocondría y los ardides de mi falso olvido;
dejo un decilitro de ola atlántica que guardo en un frasco verdiazul para que no extrañe;
dejo un sueño erótico y su verdad desnuda, por cierto inalcanzable en la arropada vigilia;
dejo una bofetada femenina, injusta y perfumada;
dejo una patria sin himno ni bandera pero con cielo y suelo;
dejo la culpa que no tuve y la que tuve, ya que después de todo son mellizas;
dejo mi brújula con la advertencia de que el norte es el sur y viceversa;
dejo mi calle y su empedrado;
dejo mi esquina y su sorpresa;
dejo mi puerta con sus cuatro llaves;
dejo mi umbral con tus pisadas tenues;
dejo por fin mi dejadez.

Mario Benedetti. En Buzón de tiempo. Alfaguara.

¿SABES?

La muletilla resalta la cojerilla, amigo, hablo de tu ¿sabes?, así que no me estés preguntando cada vez que terminas una frase si sé lo que me dices, porque es una pesadez estar contestando que sé lo que me dices cada vez que terminas una frase, o sea, así lo que barrunto es que no estás seguro de si te explicas o no te explicas, vamos, que no te das mucha maña, dudas de ti mismo y tal vez también de mí mismo, seguramente incapaz tú de exponer con puntería lo que piensas o quién sabe si ignorante yo de tu extenso diccionario, pero más bien lo primero, porque utilizas palabras del común, así que si no sabes si sé es porque no te habrás explicado bien, y también me preocupa, o que necesitas que alguien esté asistiendo constantemente después de escucharte, que más bien me malicio esto, ¿sabes?, como si necesitaras el refrendo continuo, el caso es que cualquiera de las posibilidades que se me vienen, ¿sabes?, es realmente nefasta, y además se me contagia, y ya estoy yo diciendo ¿sabes? y los demás asintiendo, como zopenquillos, porque al final todo el mundo sube y baja la cabeza, nadie te espeta que no cuando le preguntas ¿sabes?, todos van y dicen que sí, porque la gente hace ver que te sigue, ¿sabes?, y eso es en realidad lo que necesitamos, el apoyo moral, que alguien nos baile el agua, lo que al final mentira es, porque ni nos bailan ni nada, simplemente dicen que sí a todo, y se hace una pesadez mayormente por rutinario, y te dicen, por ejemplo, "y entonces, como el Pisuerga pasa por Valladolid, ¿sabes?, y eso, vamos, es ya el colmo, ¿cómo no voy a saber yo que el Pisuerga pasa por Valladolid?, es que ofende tanta preguntita, oye, porque además me suena a inglés, you know?, mira que importamos barbaridades, en el sentido suyo de la palabra misma, ¿sabes?, que aún tendría razón de ser que te preguntaran you know? después de hablarte en inglés , a mí, por ejemplo, por asegurarse , pero vamos, que siendo de Burgos, ea, no tiene basamento ninguno, digo, yo.

Alex Grijalbo. El País. 3 de marzo de 1989.